Celebramos los 120 años del descubrimiento de la primera partícula subatómica: el electrón, un logro que las enciclopedias atribuyen al inglés Joseph John Thomson en 1897. Aunque Thompson era ya un científico muy reputado, su anuncio fue difícil de creer, ya que entonces se pensaba que no había nada más pequeño que un átomo. Sin embargo, en poco tiempo aquel hallazgo revolucionó la comprensión científica de la materia, abrió el camino a la física de partículas y a multitud de aplicaciones en el campo de la electrónica, según cuentan los libros de texto. Pero, ¿realmente fue así?
“La palabra ‘descubrir’ es problemática”, sugiere a OpenMind el historiador de la ciencia Jaume Navarro, autor del libro A History of the Electron. J.J. and G.P Thomson (Cambridge University Press, 2012). Lo cierto es que el descubrimiento del electrón podría considerarse un caso temprano de ciencia colectiva, avanzando desde enfoques diversos y a manos de distintos investigadores que, según Navarro, “tenían distintos problemas en mente”.
La historia del electrón y la de su presunto padre son en realidad dos líneas separadas que llegaron a encontrarse. Para reconstruirla quizá no sea necesario remontarse hasta la antigua Grecia, donde la palabra “elektron” designaba al ámbar, capaz de atraer objetos pequeños cuando se frotaba. Pero sí al menos hasta la idea de un fluido eléctrico, originada en el siglo XVIII y cuyo exceso o defecto Benjamin Franklin relacionó con las ideas de carga positiva o negativa.
El átomo no es indivisible
Ya en el siglo XIX, Richard Laming sugirió que el átomo no era realmente indivisible, sino que se componía de un núcleo de materia rodeado de unidades de carga eléctrica. Al mismo tiempo, Michael Faraday acuñaba los términos “ion”, “catión” y “anión” para designar las especies químicas con carga eléctrica que en una pila viajaban de un electrodo a otro a través de un medio líquido: los cationes hacia el cátodo, los aniones al ánodo. Fue el irlandés George Johnstone Stoney quien en 1874 propuso que existían en el átomo unidades elementales de electricidad, para las que en 1891 inventó la palabra “electrón”.
Mientras tanto, varios científicos experimentaban con los llamados tubos de Crookes, recipientes de vidrio vaciados de aire en los que una descarga eléctrica producía una fluorescencia. En 1876, el alemán Eugen Goldstein denominó “rayos catódicos” a esta misteriosa energía emitida por el cátodo de esos tubos. Y el químico inglés William Crookes, descubrió que los rayos podían desviarse con campos eléctricos y magnéticos, indicando que poseían una carga eléctrica negativa.
Así, en el último cuarto del siglo XIX ya circulaban las nociones de las partículas subatómicas y de la unidad de carga, y algunos físicos se habían acercado a la idea de que los rayos catódicos estaban compuestos por algo cargado eléctricamente. Se diría que la partícula a la que colocarle el nombre inventado por Stoney era una fruta madura a punto de caer. Y quien la recogió fue J. J. Thomson (1856-1940), un brillante matemático que dirigía el prestigioso Laboratorio Cavendish de la Universidad de Cambridge. Allí Thomson experimentaba con la conducción de la electricidad a través de los gases, tras haber elaborado modelos sobre la teoría electromagnética de James Clerk Maxwell.
El descubrimiento de los “corpúsculos”
El 30 de abril de 1897, J.J. Thomson leía ante la Royal Institution un discurso en el que comunicaba sus resultados experimentales demostrando la naturaleza corpuscular de los rayos catódicos. El trabajo de Thomson revelaba que los rayos emitidos por un cátodo (o electrodo negativo) estaban compuestos por partículas de carga negativa a las que el físico denominó “corpúsculos”. Su masa calculada era del orden de 1.000 veces menor que la de la unidad de carga más pequeña conocida entonces, el átomo de hidrógeno ionizado (H+).
Thomson había encontrado la primera partícula subatómica, pero en realidad no buscaba eso, sino una unidad de carga eléctrica. Según Jaume Navarro, lo que el físico perseguía era “una comprensión de los mecanismos de interacción entre materia y electricidad”. Por todo ello, apunta Navarro, “la figura de Thomson no representa fundamentalmente al padre del electrón, sino el avance de las teorías de Maxwell y su papel en la física del cambio de siglo”. En cierto modo, el electrón fue una rareza, una “anomalía en su trayectoria”, en palabras del historiador. De hecho, J.J. Thomson recibió el Nobel en 1906 por su línea principal de trabajo, sus investigaciones en la conducción de la electricidad en tubos llenos de gas.
Tampoco podría decirse que los hallazgos de Thomson marcaran el año cero de la gran revolución tecnológica del siglo XX: la electrónica. Su trabajo impulsó la comprensión de la electrónica fundamental, pero si tuviera que elegirse un momento para el comienzo de la era de la electrónica, para Navarro sería la invención del diodo en 1904 por el estadounidense Lee de Forest; no un físico, sino un inventor “alejado de la tradición de física teórica o universitaria”.
Tal vez nuestros dispositivos electrónicos actuales le deban más a Edison o a Marconi que a Thomson, pero la ciencia sí le debe mucho al físico británico. Otros ocho premios Nobel como Ernest Rutherford salieron de su laboratorio Cavendish, y uno más de su propia casa: su hijo George Paget Thomson, premiado en 1937 por demostrar que la partícula de su padre, el electrón, era además una onda.
Javier Yanes para Ventana al Conocimiento
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